miércoles, 21 de diciembre de 2011

CURSVS HONORVM


   En la Antigua Roma la vida política, en el esplendor de la República, estaba encauzada por lo que se denomina el cursus honorum. Éste fijaba el orden y la jerarquía por la que se regían las magistraturas, así como el modo de cumplirlas. La carrera política de un ciudadano romano quedaba regulada por la Lex Villia Annalis, dictada en el 180 a. C. Dicha ley establecía las edades mínimas que debían tener los aspirantes a ostentar un determinado cargo, graduaba los mismos de menor a mayor, fijaba que quien había ocupado un puesto debía esperar 2 años para optar a otro superior y 10 años para ser reelegido en el anterior. 100 años después Lucio Cornelio Sila, que degeneró en un sanguinario dictador, fijó en otra ley las edades mínimas para acceder a las determinadas magistraturas.
   De este modo un ciudadano que aspirara a hacer carrera política debía acreditar ante un tribunal que no tenía deudas ni se hallaba imputado en ningún proceso judicial, además de que contaba con un patrimonio mínimo exigido. Con este último requisito se aseguraba que una persona no entrara en política con el único objetivo de medrar, pues ya tenía de sobra garantizado su status económico con su fortuna familiar. Hay que aclarar que se llama Cursus Honorum porque los magistrados desempeñaban sus cargos sin cobrar y que, más aún, en algunos casos debían pagar de su peculio algunos gastos para el bien del Estado. Lo hacían simple y llanamente porque consideraban un honor servir a la República, a la Cosa Pública, no para enriquecerse ni ellos ni sus afines.
   Con estas leyes se buscaba tanto la amplitud de miras de un candidato como su interés por el Estado. Se establecía como edad mínima para comenzar la Carrera los 30 años, pero antes debían haber acreditado que habían servido como oficiales en los ejércitos durante un buen número de campañas. Una vez examinados por el censor la hoja de campañas, los antecedentes personales, la limpieza de su expediente judicial y las garantías financieras que aportaba el ciudadano, recién entrado en la treintena, presentaba su candidatura para ser elegido Quaestor, una especie de inspector de Hacienda que velaba por el erario público bien en la Urbe bien en las provincias que le fueran asignadas. Acabado el año de su mandato, debía esperar otro para presentarse a Edil Curul, que se encargaba de los asuntos municipales durante un solo año. Tras pasarse otra anualidad en blanco optaban a Praetor y se versaban en asuntos judiciales. Tras aguardar otro año, ya cerca de los 40, se presentaban a la magistratura máxima, el consul. Acabado el consulado, podían optar a Censores (elaboraban el censo y velaban por el cumplimiento de las costumbres, el mos maiorum) o volver a presentarse a cónsul tras 10 años.
   La finalidad de esta estricta regulación era ir capacitando de manera gradual y escalonada a los gobernantes en las diferentes responsabilidades de gobierno y observar al mismo tiempo cómo desempeñaban su oficio antes de ser elegidos para funciones más relevantes. Dichos magistrados podían ser reclamados siempre ante un tribunal al final de su mandato anual y rendir cuentas ante él de cualquier irregularidad detectada. Además, todas las magistraturas eran, aparte de anuales, colegiadas, es decir, cada una de las autoridades tenían uno o varios colegas.
   Parece claro que con este sistema lo que se pretendía era impedir que un ciudadano accediera a la arena política con la intención de enriquecerse por encima de todo, que se eternizara en el poder y que abusara del mismo sabiéndose uno e inmune.
   Es patente que la historia de la Roma Republicana está llena de escandalosos casos de corrupción, de cohecho, de venta de favores, de asesinatos y sangrientos enfrentamientos civiles y que la República degeneró hasta extremos indecibles de modo que hizo inviable la continuidad de este sistema político. Después llegó el Imperio, con excelentes emperadores como Vespasiano, Tito o Trajano, pero también con especímenes cuales Calígula, Nerón, Domiciano o Cómodo.
   Pero, junto a los casos de corrupción, de abusos de poder, de enfrentamientos civiles, la Historia nos regala ejemplos como el de Cincinato, que tras haber desempeñado el consulado en un período de turbulencias civiles se retiró a labrar sus campos. De su retiro fue hecho venir para salvar a la República como Dictator, una magistratura con carácter extraordinario, poderes absolutos y limitada a sólo 6 meses, prorrogables por el Senado. Una vez conjurado el peligro gracias a sus buenos oficios, a Cincinato le fue ofrecido el prolongar su mandato, pero renunció al mismo y volvió a su arado.
   Estas pinceladas sobre Historia Antigua, además de que a nadie hace mal el recordarlas, me sirven de fundamento para una reflexión sobre la actualidad política nacional. Está claro que cada vez es mayor la desafección de un amplio sector de la población española por la clase política nacional. Me parecen sangrantes los casos de esos politicastros que llegan a desempeñar las máximas magistraturas del Estado en todas y cada una de sus secciones (concejalías, alcaldías, Congreso, ministerios, etc.) sin tener el mínimo bagaje ni cultural ni humano. Me da vergüenza propia escuchar hablar a los más de nuestros próceres, comprobar cómo necesitan interpretes para desenvolverse al otro lado de Los Pirineos, mientras que imponen por doquier una vacua y pretenciosa educación bilingüe: ¿cómo fuerzan a la población a formarse en dos idiomas (una larga reflexión merece el cómo pretenden que se haga, de manera rácana y chapucera como en ellos es habitual), cuando son incapaces de hilvanar un discurso coherente y convincente en su lengua materna?
   ¿Sería tanto pedir que extrajéramos las mejores lecciones de la Roma Republicana y que exigiéramos a nuestros políticos una formación mínima, una gradación de las funciones que van a ir escalando hasta llegar a las magistraturas superiores, un compromiso de transparencia y una patente claridad de que están donde están porque desean servir al pueblo? Comprendo que uno debe cobrar cuando desempeña trabajos en bien de la comunidad. Más aún debe ser recompensado de manera equitativa, teniendo en cuenta sus desvelos y encima pagándole por los beneficios suplementarios que su gestión aporta a la comunidad. Pero lo que no estoy dispuesto a consentir es que uno entre en el ruedo político para enriquecerse él y los suyos.
   Necesito saber que para ser político un ciudadano se ha batido antes en diferentes aspectos de la vida social, que se ha formado donde corresponda para ser competente en todos los campos en los que pretende servir y que se le exija una titulación, objetivamente conseguida por sus méritos y no por su dinero. Preciso saber que esa persona es de honestidad y honradez patente, que está al servicio de la comunidad y no de su Partido, que tiene capacidad de empatía para ponerse en la piel de los más de los ciudadanos a los que sirve.
   Que conozca el olor y el frío de las salas de espera de los consultorios de la Seguridad Social, la desazón que el común de los humanos sentimos cuando debemos compartir una habitación con otro enfermo en hospitales públicos, agradeciendo las pinceladas de humanidad con las que nos regalan limpiadores, celadores, enfermeros y médicos. Que viva lo que es intentar enseñar en centros públicos a clases de entre 30 y 40 personas, con un mosaico de razas y condiciones sociales y personales fascinante, sí, pero también inmensamente complicado; aguantar que desde la Administración te veas no sólo desatendido, sino, lo que es peor, incomprendido y menospreciado. Que patrulle calles, caminos, veredas y campos de esta España nuestra en coches destartalados, con sabañones en manos y pies. Que sufra los agobios de no llegar ni a mediados de mes y sufra en llagas vivas lo que supone que te recorten el sueldo cuando nada para de subir. Que padezca la desazón, el desánimo, la losa de sentirse inútil y fracasado pues nadie te da un trabajo, no ya ni siquiera adecuado a tu formación, sino al menos un trabajo dignamente remunerado, que te permita vivir con dignidad y no con servidumbre.
   Ya lo saben, señores aspirantes a Políticos, pues para mí, todos, sin excepción, hasta que me demuestren lo contrario, son sólo eso: aspirantes. Ofrezco mi voto libre e ilusionado, espero que no iluso, a quien cumpla los anteriores requisitos.
   Hasta entonces espero. Vigilante. No con mi voto. Ni con mi silencio.

http://www.biografiasyvidas.com/biografia/q/quincio.